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Sembrado Vientos

La vida mortal de una vampira

La vida mortal de una vampira

Nací en 1771 en España y me convirtieron en vampira en 1811 cuando yo tenía cuarenta años. He visto instaurarse la dinastía de los Borbónes en España desde Carlos III hasta el actual rey Juan Carlos I. He vivido todas las constituciones habidas en España desde las cortes de Cádiz 1812 hasta la presente de 1978. Y he presenciado muchas guerras, demasiadas, tantas como para saber que nunca hay vencedores o vencidos, sólo gana la muerte y la destrucción.

Me case con apenas quince años con un sastre veinte años mayor que yo. Tuve mucha suerte era un hombre honesto, respetuoso, educado y culto. Procedía de familia noble que a partir de la promulgación en 1763 del decreto de Carlos III que permitía trabajar a la nobleza, comenzó a trabajar como sastre. Se desentendió de la herencia noble tras las disputas con sus hermanos, quedándose él como único regente de la sastrería. Como yo debía ayudar a mis padres agricultores a conseguir reales para pagar el diezmo, mi marido cuando sus dos aprendices se marchaban me enseñaba el oficio y me deba algunos reales. También me enseño a contar, a leer y escribir con manuscritos que conseguía por el trueque. Le estaré eternamente agradecida por todo cuanto me enseño y viniendo de una vampira la frase toma mayor trascendencia.

Recuerdo como mi madre cada noche antes de dormir mientras acunaba a mi hermana menor me pedía que le leyera algún fragmento. Y allí junto al hueco hecho hecho de piedras para prender los sarmientos, les leía los manuscritos escondidos cual tesoro entre mis ropas. Mi padre siempre protestaba, diciendo que la lectura no daba de comer sólo servía para crearme pájaros en la cabeza y perder el tiempo. Pero tanto a mi madre como a mi hermana menor les encantaba escucharme y mi padre cuando enfermó de tuberculosis, encorvado junto al mismo fuego, sólo le aliviaba de su enfermedad mis lecturas.

Perdí a mi padre por tuberculosis en 1789 el mismo día que yo cumplía dieciocho años. A mi madre siete años después, creemos que por envenenamiento porque estuvo dos días con calenturas (fiebre para entendernos) y vómitos, pero no puedo asegurarlo. En el asalto de las tropas napoleónicas a España en 1808, cuya revuelta duró seis años, perdí a mi marido, a mi hermana menor, la sastrería fue saqueada y mi casa incendiada. Con treinta siete años había perdido todo, mi familia, mi hogar, el negocio y poco a poco hasta mi salud.

El saqueo de la sastrería fue en colaboración con los dos aprendices de mi marido, no lo descubrí hasta que fui a pedirles ayuda. Uno de ellos llamado afrancesado pero también compinche de los ingleses me ofreció cobijo a cambio de lo único que podía darle, sin reales ni ropajes, maldigo el día que accedí pero... ¿que otra cosa podía hacer? Fue un tirano, un perverso y me trato como una esclava. Así estuve dos años de mi vida mortal como un cadáver viviente. Creo que ahora tengo más vida que la tenía en esos años.

A partir del año 1810 empecé a tener problemas de salud. La higiene a finales del siglo XVIII y principios del XIX estaba impregnada por la creencia de que el agua debilitaba los órganos. Por lo que la limpieza corporal, si se hacía, se basaba en restregarnos trapos ligeramente humedecidos por el cuerpo. Por profundizar someramente en este tema de higiéne, puedo contarles que para limpiar los mercados contrataban a criadores de cerdos para que estos animales, como buenos omnívoros, hicieran desaparecer los restos de las plazas y de las calles principales.

A principios del año 1811 mi estado de salud había empeorado gravemente. Estaba desarrollando la misma enfermedad que mi padre. El aprendiz lejos de apiadarse de mí me echo de su casa. Pedí refugio en la iglesia, pero al vivir con el aprendiz el sacerdote me acusó de cómplice de los afrancesados. Sin cobijo alguno, sin comida y con miedo a ser raptada o algo peor, vagué por la calles de la aldea tapada con una capucha que disimulara mi cuerpo ya esquelético. Hasta que finalmente mis fuerzas me derrumbaron en un callejón cualquiera.

Tuve la suerte de ser encontrada por un médico nómada que casualmente se había alojado en el pueblo. Él fue quién me acogió en su hogar los últimos años de vida mortal. Su ternura y su cariño me recordó los años junto a mi marido. Sé que hubiéramos sido muy felices, pero a pesar de sus intentos durante meses por sanarme, mi enfermedad seguía devorándome. La última noche de vida mortal, estando ya moribunda en el lecho, el médico tras besarme entre sollozos, me susurró lo siguiente al oído:

- Te he fallado como médico, te estás muriendo...Pero aún puedo ofrecerte algo...la vida y la muerte no están tan separadas como crees...-  

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