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Sembrado Vientos

La niña con alergia a saber la hora

La niña con alergia a saber la hora

Cuenta una leyenda, que un mal día sin saber cómo ni por qué, una niña contrajo una extraña alergia: alergia a saber la hora.

 

Todo comenzó cuando un reloj de pulsera le produjo una urticaria. El médico dijo que la niña era alérgica al níquel. Le regalaron un reloj de oro, pero pronto le produjo eczemas. Se lo cambiaron por uno de plata, le salieron rojeces. Después por uno de plástico, le produjó el mismo efecto. Así que decidió no llevar reloj de pulsera.

 

Unos días más tarde, mientras jugaba tranquila en las calles de su ciudad, empezó a tener síntomas más graves.

 

Si alguien le preguntaba o le decía la hora sentía unos fuertes pinchazos en la cabeza. Tenía que taparse los oídos cuando le mentaban la hora y quedó prohibido en su familia nombrar la hora que era.  Si veía un reloj le entraban arcadas y cualquier tic tac le hacía chirriar los dientes. Así que dejo de jugar en la calle y su familia cambió sus radio-despertadores por relojes para invidentes. El caso llegó a ser tan grave, que tuvo que dejar de ir al colegio, porque cuando sonaba el pitido que marcaba el horario, le sangraba la nariz.

 

La pobre niña, sin saber cómo ni por qué, tuvo que refugiarse en casa. 

 

Acudió a vari@s médic@s. Soportando naúseas en las salas de espera cuando l@s enfermer@s salían una y otra vez nombrando la hora de quiénes debían entrar. Le hicieron diversas pruebas durante meses. Su familia trataba de decir que algo tenía que ver con el tiempo, pero ¿cómo explicarlo? y ¿cómo comprenderlo?

 

Las pruebas no detectaron nada extraño y la familia de la niña no tuvo más remedio que adaptar su forma de vivir a la extraña alergia de la niña.

 

Quitaron todos los relojes de la casa e instauraron unas normas para las visitas. Nadie podía llevar reloj de pulsera ni móvil ni decir la hora que era. Tuvieron que darse de baja del teléfono fijo, porque aparecía la hora. No podían ver la televisión, porque toda la programación funciona siguiendo una hora. Ni escuchar la radio, porque l@s locutores/as rellenan sus espacios radiofónicos mentando constantemente la hora. Ni ver películas en el video o el DVD, porque ambos aparatos muestran cuánto tiempo lleva viéndose la película y cuánto falta para acabarla. Ni tampoco usar el ordenador, porque la hora aparece en los correos, en el chat, en los blogs, etc.

 

Así que la familia decidió trasladarse a la tranquilidad de un pequeño pueblo. Pero cuando estaban acomodados, las campanadas de la iglesia replicaron las horas y para la niña, fueron tal zumbido estridente, que acabó por desmayarse. Entonces, para alejar a la niña del sonido de las campanas y sirenas. Para aislarla de cualquier contacto con algo o alguien que pudiera anunciarle la hora se mudaron a una caseta entre montes y barrancos.

 

Y allí, a pesar del aislamiento al que por salud se vió recluida la niña y contrario a lo que se podría creer, su vida transcurrió de forma inusitadamente placentera. Logró sobrevivir sin conocer la hora en la que vivía. Todas sus actividades se basaban en sus apetencias. Cuando tenía hambre comía, cuando tenía sueño dormía y sus días los pasaba leyendo. Poco a poco alcanzó la edad adulta.

 

Pero una noche de otoño, cuando se balanceaba en una hamaca frente a su caseta, una figura apareció entre la espesura del bosque. Se acercaba sigilosa y levitando.

 

La niña-adulta no sabía muy bien que era, hasta que la luz de la luna ilumino su silueta. Entonces la niña ya bien adulta comenzó a temblar. Pues bien, sabia quién se acercaba.

 

Cuando la muerte sin rostro se aproximó, la niña adulta terriblemente asustada, entre sollozos y balbuceos, sólo pronunció una pregunta: -¿es ya, la hora de mi muerte?-  

 

Acto seguido, sin saber cómo ni por qué, la niña adulta cayó desplomada.

 

La muerte se quedó estupefacta. En su presencia jamás había visto morir a nadie sin usar su guadaña. No entendía lo ocurrido y rodeando el cuerpo inerte, se preguntaba -¿por qué ha fallecido si no le buscaba a ella?-. Mientras estaba en su ensimismamiento, recordó para qué había venido y sacó inmediatamente de entre sus ropajes el único reloj que muestra nuestra existencia exacta. Se dió cuenta, que la hora de quien había venido a buscar, había pasado...

 

Cuenta la leyenda, que la muerte inesperada de la niña se debió a un infarto por su alergia al preocuparse de sí era o no la hora de su muerte. Pero lo más importante es que su fallecimiento causó tal sorpresa a la dama de la guadaña, que ella dueña y sabedora de nuestra hora exacta, fue por primera y única vez, impuntual. 

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